Brochas y pinceles para todos los trabajos

Hay tal cantidad de brochas, pinceles y utensilios similares en el mercado, que a menudo no sabemos por dónde tirar a la hora de comprar aquéllos que necesitamos. Aunque la variedad es enorme, podemos hacer una selección general de los utensilios básicos. Las brochas de pelo natural presentan ramificaciones en las puntas de las cerdas, más abundantes y suaves; cuantas más ramificaciones tengan, mejor. Son más caras que las sintéticas; si estáis dispuesto a limpiarlas a fondo para volverlas a usar, os merecerá la pena comprarlas, pero en caso contrario no os gastéis el dinero en ellas. Para pintar paredes, aparte de los rodillos, necesitaréis una brocha de 10 cm de ancho para las superficies más grandes, otra de 5 cm para arcos y otra de recortar, de 2 cm (para esquinas y rincones). Las de 15 cm son para fachadas, y las redondas, para detalles puntuales.

No hay cosa que más rabia dé que comprobar, cuando ya está todo listo para empezar a pintar, que la brocha va soltando pelitos allá por donde pasa… Si compráis utensilios de buena calidad no tiene por qué pasar esto, pero de todas maneras podéis intentar prevenir la caída de las cerdas con un simple truco de toda la vida: sumergir las brochas unos minutos en agua hirviendo. La cola animal con la que se pegan los pelos a la vitola de metal se activará con el calor, y al enfriarse, de volverá a endurecer, fijando los pelos con más seguridad. Pero si véis que la brocha sigue soltando pelo, comprad una mejor y guardad la otra para tareas menos estéticas: aplicar matacarcomas, limpiar juntas entre ladrillos o paredes de piedra…

Una vez llevado a cabo el trabajo de pintura es fundamental dedicar un buen rato a la limpieza y mantenimiento de los utensilios, si queremos que nos duren hasta la siguiente temporada. Si la pintura se limpia con agua, pasad la brocha bajo el grifo de agua caliente, abriendo las cerdas con los dedos para eliminar cualquier vestigio de producto. Si se trata de productos al disolvente, meted la brocha en un bote con el líquido sin dejar que las cerdas toquen el fondo (se doblarían). Lo conseguiréis colocando un alambre rígido de un lado a otro del bote, introduciéndolo antes por un agujerito practicado en el centro del mango (hazlo tú mismo con el taladro o un berbiquí). Terminad envolviendo las cerdas en un trozo de papel de estraza o papel de cocina, sujeto con una goma elástica para que no pierdan la forma.

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